jueves, 31 de mayo de 2018

GUZMÁN EL BUENO Y LA PLAZA DE TARIFA





Este chisneto se basa en una deliciosa historia que solía contar Paco Gandía (1929-2005), quien por su peculiar estilo, como decidor humorista, la convertía en, uno de los mejores exponentes de su magistral repertorio.

Adaptarla al verso ha sido todo un reto, pero aquí está, con sus defectos (¿y virtudes?), y, a sabiendas de que no destilará el gracejo y el arte socarrón que sabía darle este andaluz inmortal.

       En esta ocasión, a tenor de que hoy, treinta y uno de mayo, cumplen años dos queridas personas de mi entorno, (Nora Toscano, y Marta Sánchez Redoli), mi dedicatoria es para ambas. A Nora, que comienza una nueva aventura laboral en Guatemala, con mi augurio del mayor de los éxitos, y a mi sobrina Marta, que irradia felicidad por doquier (por cuanto gesta una preciosa vida), con mis mejores deseos.

       No puedo olvidar en esta dedicatoria mi palabra dada, recientemente, a Patricia Palanques (inteligente y excelente encuestadora) quien, por primera vez, va a acceder al blog de este adaptador de historias chuscas, bajo el digno ropaje del soneto.


La plaza de Tarifa, sufrió, antaño,
asedios y bloqueos a montones;
los moros –como siempre, machacones–
la asediaban tres veces cada año.

Y nada: no había suerte. Y no era extraño,
porque había un barón con dos c...
que le plantaba cara a los moscones
blandiendo su puñal de gran tamaño.

Consiguió un jefecillo musulmán
raptar al primogénito de El Bueno
(Guzmán, era de nombre su linaje).

Por medio de aquel rapto, el muy truhán,
esperaba, cual cuco sarraceno,
rendir a aquel buen noble, por chantaje.

                          [II]
«No te entrego la plaza, moro astuto.
Se la debo a Don Sancho, mi señor,
y, antes que someterla al deshonor,
prefiero soportar un negro luto.

Tarifa no se rinde, a ningún bruto.
Quien quiera disfrutar de tal honor
tendrá que echarle mucho pundonor.
No admito tu chantaje, en absoluto».

En vista de que nada le rendía,
los moros prepararon una treta
a ver si El Bueno, al fin, capitulara:

pusieron a un morillo, noche y día,
tocando, sin descanso, una trompeta,
esperando que el noble claudicara.

                          [III]

Y estuvo el trompetero una semana
tocando la trompeta, con tal ciencia,
que del tubo salía una estridencia
mitad croar de grajo, mitad rana.

Al cabo, Don Guzmán, una mañana,
perdida ya del todo su paciencia,
subió hasta un torreón y, cual sentencia,
le dijo al musulmán de mala gana:

«Ahí tienes mi puñal, cuya cuchilla,
forjada con acero de Navarra,
proclama mi linaje y mi grandeza.

Y, si matas con él al trompetilla,
que nos ha estado dando la tabarra,
hoy mismo rendiré la fortaleza».


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