Hace unos años, la Asociación universitaria Amaduma me incluyó en su
ciclo de conferencias, que, a lo largo de cada curso académico, y con tan buen
acierto, ofrece a sus socios y simpatizantes.
No
era la primera vez que aceptaba una invitación de ese tipo, y, con el mismo
cariño e interés que en las anteriores, preparé algo ameno para contar
a un público compuesto por exalumnos, familiares y amigos.
El contenido de la conferencia (“De la
ocurrencia, al chiste literario”) pretendía justificar las dificultades que
entrañaba (y entraña) la puesta en escena “literaria” de una ocurrencia, cuando
se quiere presentar bajo el ropaje de un chisneto.
Hasta
ahí todo normal; pero, en la fecha señalada para ese mes de noviembre, yo no me
encontraba muy bien. Con esas “herramientas”, la que podía haber sido una
simpática velada, quedó reducida a la exposición de una serie de apuntes,
memorizados al azar, y encorsetados por unas ganas locas de salir de una
situación que, por momentos se me hacia inacabable.
Ahora, ofrezco y dedico a aquel público este chisneto que, como conté en mi
intervención, parte de unos hechos originales, acaecidos en el establecimiento
que da título a la historia.
Fuimos a Baelo Claudia de visita,
la antigua y ancestral villa romana,
a orillas de la playa gaditana
de Bolonia, que estaba movidita.
Decidimos comer, posteriormente,
en un buen restaurante, conocido
por sus típicos platos, y regido
por un profesional, muy buena gente.
Habría que decir que el personal
era concomitante con el dueño:
simpático, agradable, servicial...
En un día de arena y temporal,
el sitio se quedaba algo pequeño
por cuanto no faltaba comensal.
[II]
Repasada la carta que nos dieron,
preguntamos por tapas y raciones:
contenido, recetas y porciones,
y algunas dudas más que nos surgieron.
«¿En las medias raciones ponen mucho?»,
pregunté, por saber cómo pedir,
al muchacho que le toco servir,
un camarero joven, pero ducho.
Nos respondió que mucho no ponían,
porque de lo contrario perderían,
y no estaba la cosa para esto.
Ante tanta franqueza y claridad,
confiamos en él, y por supuesto,
le pedimos una especialidad:
[III]
El atún en manteca ¡plato fino!
Yo lo prescribiría en cualquier dieta.
El muchacho nos dijo una receta
que incluía manteca, algo de vino,
sal al gusto, romero y estragón,
y añadió que lo hacía un musulmán
que tenían de chef, aunque el Corán
prohíba, la “bebida” y el jamón.
«El cocinero –dijo– no lo prueba;
pero tiene cogido ya el tranquillo
y, en verdad, que le sale de primera».
Tras aprender una receta nueva,
decidimos probar “el atuncillo”,
y, así, poder contarlo donde fuera.
[IV]
No habría que decir que consumimos
el tan famoso y delicado plato,
y pasamos un delicioso rato
comentando lo a gusto que estuvimos.
En el momento de la dolorosa,
el mismo camarero tan amable
nos dejó, en una nota indescifrable,
el precio de comida tan sabrosa.
Chocado por la insólita escritura,
en un pronto, no falto de evidencia,
le pregunté al chaval, si por ventura,
era el moro el que hacía la factura,
a lo cual respondió con la ocurrencia:
«No señor, él no lleva la intendencia».
[V]
«Entonces, si no es él ¿quien las escribe?
Si parecen fideos con rosquillas.
Sin duda, que estas letras son “morillas”»,
aventuré, cual hábil detective.
Y contestó el muchacho, con soltura:
«El trabajo en la zona está tan mal,
que el médico del pueblo vecinal,
nos echa una manilla, y él factura.
No es usted, ni será nunca el primero
en decir que entenderla es complicado.
Ni siquiera un experto la adivina.
De hecho algún cliente chacotero,
en vez del dinerillo acostumbrado,
deja un cuaderno Rubio de propina».