Con este calor, y la poca gracia que destilan las circunstancias políticas y vacacionales, recurro a una antigua historia de cuernos y "tolerancia", para no dejar sin chisneto este irrepetible agosto.
Un
esposo, con fama de inocente,
que regresó
a su casa antes de hora,
alertó, sin
saberlo, a su señora
que estaba
con su amante, ricamente.
La mujer, por
respeto a su marido,
escondió a
su galán en el ropero
y se puso a
coser, al retortero,
con el fin
de encubrir lo acaecido.
Y como el
del armario iba desnudo,
el cándido
marido –ya cabrón–
se encontró
la sorpresa del cornudo:
camisa,
camiseta, pantalón,
y el resto
del ajuar de aquel bribón,
incluida corbata (sin el nudo).
El
hombre preguntó a su compañera:
«¿Qué pinta
tanta ropa en nuestro cuarto?».
Ella, que
estaba al borde del infarto,
se inventó
una respuesta marrullera:
«Este
montón de ropa que hay aquí,
lo ha
mandado esta tarde tu cuñada.
Al marido
le queda un poco holgada
y la estoy
arreglando para ti».
«¿Y este
reloj de acero inoxidable?»,
Le preguntó
el marido a su costilla.
«Me ha
salido en un vale canjeable
por comprar
una nueva mantequilla.
–Y añadió
con un tono zalamero–.
Y, por ti,
lo escogí de caballero».
El
hombre, convencido se quedó.
Y, así,
tras despojarse de su ropa,
se fue todo
derecho al guardarropa,
tiró de las
dos puertas y lo abrió.
Y encontró
al pelotari allí escondido,
agarrado a
la barra, fuertemente.
«¿Qué hace
usted en mi armario, so indecente?»,
le preguntó
entre bobo y sorprendido.
«Si creyó
cuanto dijo su señora,
usted es
como cuenta el vecindario
–le replicó,
a su vez, el concubino–.
Ciérreme ya
las puertas sin demora
que esto es
un ascensor, y no un armario,
y yo voy
para el sexto. ¡Adiós, vecino!».