Mi colega, amigo y compañero, el profesor Calle Carabias, se nos jubila en la UMA. En su honor, y con no pocas dificultades, he compuesto este chisneto múltiple, basado en una historia chusca que el propio Don Quintín cuenta como nadie. El hecho de que tan honorable humanista arranque carcajadas con su historia "en vivo", ha supuesto para mí un verdadero reto a la hora de adaptarla al verso: muy posiblemente, el mayor que he encarado hasta ahora... Querido Quintín, espero no haberte defraudado.
UNA INSPECCIÓN RUTINARIA EN LA ESCUELA
En una antigua
aldea salmantina,
cercana
a su honorable capital,
había
un ajetreo inusual
en
la escuela unitaria masculina.
Su
profesor, a quien cursara cita
un
inspector del Cuerpo Educativo,
se
hallaba preocupado y pensativo
por
culpa de la incómoda visita.
Creía,
y con razón, que su alumnado
–toda
vez que era un tanto analfabeto–
le
dejaría mal, y, ante el dilema,
cual
hombre en mil recursos avezado,
se
le ocurrió salir de aquel aprieto,
con
una perspicaz estratagema.
[II]
Acordó con los chicos su
postura:
“soplarles” las respuestas
adecuadas
a
posibles cuestiones formuladas
según
el silabario de lectura.
«Yo
me pondré detrás del inspector
y
os daré la respuesta con un gesto.
Y
si lo hacemos bien, saldremos de esto
sin
haber cometido un solo error».
Convinieron
con él los colegiales,
y
el buen educador, ya más calmado,
se
aprestó a recibir al funcionario
quien,
tras un simple “hola” a los chavales,
y
una seca palmada al emplazado,
se
puso a consultar el silabario.
[III]
«Vayamos, don Quintín, a nuestro
asunto.
Observo
buen talante y disciplina.
Que
están bien educados se adivina;
veamos
cómo leen en conjunto».
Dicho
y hecho se fue hasta el encerado
para
escribir con magistral grafía
la
palabra “caballo”. «¡Qué alegría!
–reconoció
el maestro– ¡Está chupado!
El
vocablo es muy fácil de “soplar”».
Y
se puso detrás del inspector
imitando
el galope del equino.
Los
niños se pusieron a pensar
e
intuyeron la pista del tutor.
Y
cantó el alumnado salmantino:
[IV]
«Ca—ba—llo». Superado el desafío:
«¿Ve
usted –dijo el maestro, tras el “aria”–
cómo
está preparada mi unitaria?
Escriba
otra palabra, señor mío».
Y
el timado inspector cogió la tiza
y
de nuevo escribió –ahora, “jinete”–.
Y
el maestro, asumiendo el nuevo brete,
se
inclinó para hacer la agachadiza
y
darse de nalgadas varias veces.
«Ji—ne—te»,
coreó “la escolanía”».
Con
ello el optimismo del tutor
se
dejaba notar, ahora con creces.
«¿Le
quedan más palabras todavía?
–le
preguntó el maestro al inspector–.
[V]
Si es así, no se prive. ¡Vamos,
ande!».
Y
el otro dijo: «Bien, me queda, una».
Y,
por cambiar de trama caballuna,
“PÉNDULO”
transcribió con letra grande.
Y
diose el buen maestro del que os hablo
a
remedar con lógico meneo
(esta
vez con vaivén y balanceo)
el
rasgo pendular de aquel vocablo.
Ver
el brazo moverse de aquel modo,
alzándose
y bajándose pausado,
tensándose
y doblándose en el codo...
dio
una pista engañosa al alumnado,
que,
mirando al maestro de soslayo,
silabeó:
“La po—lla del ca—ba—llo”.