El
chisneto de hoy, se basa en un chiste que me remite
un querido amigo, Juan Aranda, malagueño y melillense de pro, cronista y
escritor, y difusor de mis historias en medios gráficos, a quien tuve la suerte
de conocer hace años, a raíz de una anécdota que recordamos de vez en cuando.
Era
mediodía y yo volvía de clase. Juan se encontraba atendiendo al público en la
estafeta de Correos en la que prestaba sus servicios, y a la que acudí con un enfado,
fuera de lo normal, motivado por un certificado que, a pesar de encontrarme en
casa, no me entregaron. El aviso en cuestión decía: “Ausente en horario de
reparto”. Con ese encono, y a esas horas, me presenté en la susodicha oficina,
protestando más de lo que uno pueda imaginarse (diré, en mi favor, que no era aquella
la primera vez que, con “argumentos” similares, se me escamoteaba un
certificado).
Mis
protestas continuaron hasta que aquel funcionario, de rostro apacible y mirada
conciliadora, me dijo, pausada y sabiamente: “Cálmese usted, que habrá que
comerse los garbanzos tranquilamente”. Esas son las palabras que creo recordar
casi con exactitud, y que, con el tiempo, habrían de propiciar una excelente
relación que aún perdura.
Con
esta adaptación de su chiste, y en señal de esa amistad aludida, le dedico a
Juan, mi versión en soneto. Dedicatoria que hago extensiva a un colega y
compañero, otro querido amigo, Enrique Baena, quien, dentro de unos días, se
verá tan bien tratado como el protagonista de la historia; incluso mejor, ya
que, no solo no habrá de soportar el agobio de sor Leticia, sino que contará con
la certeza y confianza que da Dios en su divina Providencia.
Un hombre que,
sintiéndose indispuesto,
cayó
al suelo, de forma accidental,
fue
trasladado a un próximo hospital,
en
donde le atendieron con apresto.
Tras
una delicada operación,
y
una convalecencia sin problemas,
había
que tratar un par de temas:
quién
y cómo pagar la intervención.
El
hospital (católico y romano),
de
atención impecable, aunque costosa,
tenía
una gestora competente,
la
cual, se presentó, factura en mano,
con
el fin de cobrar “la dolorosa”.
Y
le dijo al enfermo cortésmente:
[II]
«Análisis
y tac son favorables;
las
pruebas realizadas, día a día,
reflejan
una franca mejoría.
No
hay riesgo de secuelas destacables.
Le
doy mi enhorabuena. Está curado.
Me
queda una cosilla por tratar:
¿tiene
usted un seguro, o similar,
que
cubra el tratamiento dispensado?».
«Pues,
no ―dijo el paciente―. No señora».
«¿Puede,
acaso, pagar en efectivo?»,
le
preguntó la monja, seriamente.
Y
el hombre, de manera explicadora:
«Eso
tampoco ―dijo―. Negativo,
pues
no tengo ni un euro, francamente».
[III]
La
ecónoma empezaba a impacientarse:
«¿Tal
vez con cheque, o visa?», preguntó.
«Tampoco
¿Sor...?». «Leticia ―respondió
la
monja, que intentaba no alterarse―.
»No
tiene familiar, u otra persona
que
pueda hacerse cargo de la cuenta?».
Y
el paciente le dijo a la intendenta:
«Tengo
una hermana monja, solterona.
No
sé si atendería la factura».
Sor
Leticia espetó: «¡No es solterona!,
por
cuanto nuestro esposo, por ventura,
es
el propio Señor, tan bien amado».
Y
el hombre con sonrisa replicona:
«Pues
que pague ―le dijo― mi “cuñado”».
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