viernes, 14 de abril de 2017

VIERNES SANTO


                       (A mi hermana Lucía)

       El Viernes Santo es el día del año que mejor representa el simbolismo que encierra la cruz para un cristiano. Y es que, varios siglos después de la cruenta muerte de un hombre justo, un nuevo símbolo se abrió paso y se impuso a otros ya existentes (el cordero, la barca, el pez...), para convertirse en la enseña de una religión que predica el amor al prójimo, que propugna prescindir de lo superfluo, que aconseja poner la otra mejilla cuando te golpean la primera y, sobre todo, que manda perdonar a quienes nos ofenden.

         Por ello (y a pesar de que, desde el punto de vista de una evaluación cristiana, mi calificación final como creyente, solo rozaría el cinco), ensalzo la Cruz (el madero, si se quiere) y lo que ello representa, publicando este soneto que se inspira en los textos evangélicos y en mi experiencia creativa, al tiempo que vengo en perdonar a quien me ofendió: el personaje televisivo que, en una cadena nacional, comparaba a la Cruz con la mismísima mierda (sic).


Al verte, Señor mío, en el madero
clavado, desgarrado, malherido,
transido de dolor, y escarnecido,
mi cuerpo se estremece todo entero.

Ni el animal llevado al matadero,
sufre muerte tan cruel. Desfallecido,
lanzas al aire un último gemido,
que no escucha el gentío vocinglero.

Irrumpen las tinieblas fantasmales:
el pánico homicida se desborda,
despiertan los estruendos celestiales.

Y alguien grita en la turba, tras tu muerte:
 «!Era el hijo de Dios¡». Y esa voz sorda,
despierta a Dios, que acude a recogerte.





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