(A mi hermana Lucía)
El
Viernes Santo es el día del año que mejor representa el simbolismo que encierra
la cruz para un cristiano. Y es que, varios siglos después de la cruenta muerte
de un hombre justo, un nuevo símbolo se abrió paso y se impuso a otros ya
existentes (el cordero, la barca, el pez...), para convertirse en la enseña de
una religión que predica el amor al prójimo, que propugna prescindir de lo
superfluo, que aconseja poner la otra mejilla cuando te golpean la primera y, sobre todo, que manda perdonar a quienes nos ofenden.
Por ello (y a pesar de que, desde el punto de vista de una
evaluación cristiana, mi calificación final como creyente, solo rozaría el
cinco), ensalzo la Cruz
(el madero, si se quiere) y lo que ello representa, publicando este soneto que se
inspira en los textos evangélicos y en mi experiencia creativa, al tiempo que
vengo en perdonar a quien me ofendió: el personaje televisivo que, en una
cadena nacional, comparaba a la
Cruz con la mismísima mierda (sic).
Al
verte, Señor mío, en el madero
clavado,
desgarrado, malherido,
transido
de dolor, y escarnecido,
mi
cuerpo se estremece todo entero.
Ni el
animal llevado al matadero,
sufre
muerte tan cruel. Desfallecido,
lanzas
al aire un último gemido,
que no
escucha el gentío vocinglero.
Irrumpen
las tinieblas fantasmales:
el
pánico homicida se desborda,
despiertan
los estruendos celestiales.
Y
alguien grita en la turba, tras tu muerte:
«!Era el hijo de Dios¡». Y esa voz sorda,
despierta
a Dios, que acude a recogerte.
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